Antes de
los discursos de Simone de Beauvoir, Virginia Woolf, o los locales de Florence
Thomas o Catalina Ruiz-Navarro, existió un grupo de mujeres que resistió por
sus bailes y cantos
Tomado de Portal web Las Dos Orillas
“Es como si la estuviera viendo. Con el
rostro recostado a sus brazos al borde de la ventana. Cara dulce y
mojosa, con sonrisa grande y ojos achinados, niña bella detrás de los barrotes.
Me acuerdo del viejo vestido blanco, herencia de su madre, deshilado y
desgastado por los años. Se veía hermosa, la flor de bonche amarilla detrás de
su oreja se movía con el aire musicalizado que venía desde El Candelero”. Es el primer párrafo de Adela, cuento de la escritora cartagenera, Cindy Herrera.
Narra la historia de un deseo; la
historia de un goce truncado: el anhelo de una mujer por irse a bailar a la
misma rueda de bullerengue, adonde iba su madre. Adela quiere cantar, seguir la
tradición de su abuela, bisabuela… volver a prender las velas, que la esperma
derretida le corra por sus manos. Sentirse cerca de un bailador que coquetea
sin tocarla jamás, y cuya única pretensión es que jamás se siente. Ella quiere
ser bullerenguera, pero hay un hombre que reprime esos deseos. La ficción
ayuda. ¡Vaya! Con qué dureza lo construye Cindy Herrera en su cuento:
“—Claro, mirando la
ventana para volarse con el tamborero… ¿Quieres seguir cantando? ¿Por qué no
cantas? ¡Canta con más fuerza! Sinvergüenza ‘e mierda, jamás serás
bullerenguera o cualquier cosa que se le parezca, eso se deja para las putas.
¿Quieres ser puta Adela? Como la coya de tu madre.
“Palmita, palmita,
palmita con manteca, su mamá le da la teta…”
Párrafos después, ese canto que hemos
leído como un responso, se transforma en un estribillo brutal: “Palmita, palmita, palmita con
manteca, su mamá le da la teta, y su papá le da chancleta”.
La ficción de Cindy Herrera está cerca a
los relatos de mujeres como Pura Ramos, Reyita Herrera, Mercedes Márquez,
Cristina Julio o Nemecita Cañate, quienes contaron como se les “escapaban” a
sus maridos para irse a los fandangos, velaciones de santos, ruedas de cumbia o
noches de bullerengue. “A
veces tocaba prepararles una toma de plantas, que nada más sabía hacer uno, y
que daba un sueño que no se levantaban hasta el mediodía, del día siguiente,
cuando uno ya había regresado y había hecho los oficios, como si nada”. Lo contó Eulalia González, una tarde
de hace más de 15 años, en la terraza de su casa en Maríalabaja.
Historias parecidas, he escuchado de las voces de Petrona
Martínez, una reina de su casa, donde no se hace ni un pocillo de café sin que
ella lo anuncie o mande. Enrique, su marido, es tranquilo, o lo ha
tranquilizado porque sabe que “La
Martínez” es
bullerenguera.
Igual sucedía en la casa de Etelvina Maldonado. Humberto, su
segundo marido, la celaba con insistencia porque otros hombres la abrazaban,
besaban, bailaban con ella, que se iba a ir con el tamborero, con el tiempo,
ella le hizo entender que la respetara, que ella “No era ninguna puta”, sino una bullerenguera que tenía un
público que la quería.
Muchos antes de los discursos de Simone de Beauvoir, Virginia
Woolf, o los locales de Florence Thomas o Catalina Ruiz-Navarro, existió un
grupo de mujeres que resistió por sus bailes y cantos. Impusieron el suave
leleo de sus versos sobre el brutal grito arbitrario. Bullerengueras, nuestras
primeras feministas.
Muchas, sin saber leer, leyeron en sus cuerpos los llamados de
un tambor hembra, y con la solidaridad de género, reaccionaron al instante con
el único impulso posible, la plena libertad de goce como una militancia
irresistible.
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