Nuestra Emisora

jueves, 9 de marzo de 2017

NUESTRAS PRIMERAS FEMINISTAS

Cantadora Eulalia González. Foto: David Lara Ramos

Antes de los discursos de Simone de Beauvoir, Virginia Woolf, o los locales de Florence Thomas o Catalina Ruiz-Navarro, existió un grupo de mujeres que resistió por sus bailes y cantos
Por: David Lara Ramos
 Febrero 08, 2017
 Tomado de Portal web Las Dos Orillas
 “Es como si la estuviera viendo. Con el  rostro recostado a sus  brazos al borde de la ventana. Cara dulce y mojosa, con sonrisa grande y ojos achinados, niña bella detrás de los barrotes. Me acuerdo del viejo vestido blanco, herencia de su madre, deshilado y desgastado por los años. Se veía hermosa, la flor de bonche amarilla detrás de su oreja se movía con el aire musicalizado que venía desde El Candelero”. Es el primer párrafo de Adela, cuento de la escritora cartagenera, Cindy Herrera.
Narra la historia de un deseo; la historia de un goce truncado: el anhelo de una mujer por irse a bailar a la misma rueda de bullerengue, adonde iba su madre. Adela quiere cantar, seguir la tradición de su abuela, bisabuela… volver a prender las velas, que la esperma derretida le corra por sus manos. Sentirse cerca de un bailador que coquetea sin tocarla jamás, y cuya única pretensión es que jamás se siente. Ella quiere ser bullerenguera, pero hay un hombre que reprime esos deseos. La ficción ayuda. ¡Vaya! Con qué dureza lo construye Cindy Herrera en su cuento:
“—Claro, mirando la ventana para volarse con el tamborero… ¿Quieres seguir cantando? ¿Por qué no cantas? ¡Canta con más fuerza! Sinvergüenza ‘e mierda, jamás serás bullerenguera o cualquier cosa que se le parezca, eso se deja para las putas. ¿Quieres ser puta Adela? Como la coya de tu madre.
“Palmita, palmita, palmita con manteca, su mamá le da la teta…”
Párrafos después, ese canto que hemos leído como un responso, se transforma en un estribillo brutal: “Palmita, palmita, palmita con manteca, su mamá le da la teta, y su papá le da chancleta”.
La ficción de Cindy Herrera está cerca a los relatos de mujeres como Pura Ramos, Reyita Herrera, Mercedes Márquez, Cristina Julio o Nemecita Cañate, quienes contaron como se les “escapaban” a sus maridos para irse a los fandangos, velaciones de santos, ruedas de cumbia o noches de bullerengue. “A veces tocaba prepararles una toma de plantas, que nada más sabía hacer uno, y que daba un sueño que no se levantaban hasta el mediodía, del día siguiente, cuando uno ya había regresado y había hecho los oficios, como si nada”. Lo contó Eulalia González, una tarde de hace más de 15 años, en la terraza de su casa en Maríalabaja.
Historias parecidas, he escuchado de las voces de Petrona Martínez, una reina de su casa, donde no se hace ni un pocillo de café sin que ella lo anuncie o mande. Enrique, su marido, es tranquilo, o lo ha tranquilizado porque sabe que “La Martínez” es bullerenguera.
Igual sucedía en la casa de Etelvina Maldonado. Humberto, su segundo marido, la celaba con insistencia porque otros hombres la abrazaban, besaban, bailaban con ella, que se iba a ir con el tamborero, con el tiempo, ella le hizo entender que la respetara, que ella  “No era ninguna puta”, sino una bullerenguera que tenía un público que la quería.
Muchos antes de los discursos de Simone de Beauvoir, Virginia Woolf, o los locales de Florence Thomas o Catalina Ruiz-Navarro, existió un grupo de mujeres que resistió por sus bailes y cantos. Impusieron el suave leleo de sus versos sobre el brutal grito arbitrario. Bullerengueras, nuestras primeras feministas.
Muchas, sin saber leer, leyeron en sus cuerpos los llamados de un tambor hembra, y con la solidaridad de género, reaccionaron al instante con el único impulso posible, la plena libertad de goce como una militancia irresistible.


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